lunes, 7 de octubre de 2013

Una mujer en su lecho de muerte.

La barbilla bien izada al firmamento. Sus pestañas unidas por lianas de sol volátil, manifestando leves pensamientos que desaparecerían sin legado. Alrededor de su nuca vaga una estrambótica hormiga de ópalo.  Porta puñales en las minúsculas patitas y apenas soporta el peso de su penitencia. Continúa el trayecto hasta sumirse en una jungla de cabellos rizados, cabriolando voluptuosos entre un aire desgastado y sin color, proveniente de lagunas cercanas. Esas aglomeraciones de líquido que permanecen bajo la barbilla sin protagonismo, excarcelando gotas cada dos minutos que discurren sosegadamente hasta rodear un par de pechos de embudo que apuntan a Andrómeda.
            Su nariz representa el hocico de los espíritus de los ciervos que migran hacia el Tártaro. A través de ese hocico se aleja un colibrí mensajero con la bandera de la rendición. A pocos metros sobre la piel, apenas transcurrida una hora, desciende en picado aterrizando en su ombligo. El vientre aporta una sensación de rigidez, pero no es así. Su vientre es de corteza de sicómoro y seda, y los narcisos arropan el cadáver de ese colibrí en un vistoso funeral. Su vientre permanece descansado y tiene carácter propio, una delicadeza incomprensible. Incluso la yema de mi anular, al recorrerlo, proyecta sensaciones de gélida canícula. Su vientre me envía directo a una infancia de ternura meciéndose en fantasías propia.




            Descendiendo, más abajo, su pareja de pies asimétricos danzan exquisitos al son de una melodía interna. En vano podríamos afirmar que ella no es gemela de la música. Sin la cadencia que palpita en cada semilla de sus piernas no valdría la pena hablar de aceptación. Comprendo los balbuceos de una mandíbula blanda que, bajo el cinturón del bípedo nervioso, prolonga nuestra búsqueda. Acepto las condiciones, siempre haré igual. Accedo a envolver mi espíritu hasta su putrefacción, a inmortalizar la difusa huella de nuestra cruenta ambición, a no elogiar el mundo ajeno si no me permite contemplarle.
            Retrocedamos hasta sus labios, los de ese títere encandilador. No sobresalen en exceso por su hermosura o encender la chispa del libido, ni tampoco simulan ser prácticos para la idealización. ¿Qué transmitir sobre ellos? Dos pértigas rosáceas hincados sus vértices entre sí, cebadas por una comisura que expulsa grano y miel. De su túnel orondo, a veces, procede un inaudible gorgoteo, una reivindicación de su irreal inconsciencia al exterior. Lo evoco cuando quiero sucumbir, someterme ante su complejidad en el lecho. Para mí no hay capricho más cruel que su reclamación. Aún está angustiada y lo sé. No fue capaz de despedirse.