La
barbilla bien izada al firmamento. Sus pestañas unidas por lianas de sol
volátil, manifestando leves pensamientos que desaparecerían sin legado.
Alrededor de su nuca vaga una estrambótica hormiga de ópalo. Porta puñales en las minúsculas patitas y
apenas soporta el peso de su penitencia. Continúa el trayecto hasta sumirse en
una jungla de cabellos rizados, cabriolando voluptuosos entre un aire
desgastado y sin color, proveniente de lagunas cercanas. Esas aglomeraciones de
líquido que permanecen bajo la barbilla sin protagonismo, excarcelando gotas
cada dos minutos que discurren sosegadamente hasta rodear un par de pechos de
embudo que apuntan a Andrómeda.
Su nariz representa el hocico de los
espíritus de los ciervos que migran hacia el Tártaro. A través de ese hocico se
aleja un colibrí mensajero con la bandera de la rendición. A pocos metros sobre
la piel, apenas transcurrida una hora, desciende en picado aterrizando en su
ombligo. El vientre aporta una sensación de rigidez, pero no es así. Su vientre es
de corteza de sicómoro y seda, y los narcisos arropan el cadáver de ese colibrí en
un vistoso funeral. Su vientre permanece descansado y tiene carácter propio,
una delicadeza incomprensible. Incluso la yema de mi anular, al recorrerlo,
proyecta sensaciones de gélida canícula. Su vientre me envía
directo a una infancia de ternura meciéndose en fantasías propia.
Descendiendo, más abajo, su pareja
de pies asimétricos danzan exquisitos al son de una melodía interna. En vano
podríamos afirmar que ella no es gemela de la música. Sin la cadencia que
palpita en cada semilla de sus piernas no valdría la pena hablar de aceptación.
Comprendo los balbuceos de una mandíbula blanda que, bajo el cinturón del
bípedo nervioso, prolonga nuestra búsqueda. Acepto las condiciones, siempre
haré igual. Accedo a envolver mi espíritu hasta su putrefacción, a inmortalizar
la difusa huella de nuestra cruenta ambición, a no elogiar el mundo ajeno si no
me permite contemplarle.
Retrocedamos hasta sus labios, los
de ese títere encandilador. No sobresalen en exceso por su hermosura o encender
la chispa del libido, ni tampoco simulan ser prácticos para la idealización.
¿Qué transmitir sobre ellos? Dos pértigas rosáceas hincados sus vértices
entre sí, cebadas por una comisura que expulsa grano y miel. De su túnel
orondo, a veces, procede un inaudible gorgoteo, una reivindicación de su irreal
inconsciencia al exterior. Lo evoco cuando quiero sucumbir, someterme ante su
complejidad en el lecho. Para mí no hay capricho más cruel que su reclamación.
Aún está angustiada y lo sé. No fue capaz de despedirse.