miércoles, 11 de junio de 2014

La literatura brota de una digestión casi con talante místico que intensifica el viento incorpóreo de la vida. Un escritor primero se embebe y acoge el mundo, sus ángulos superpuestos y maltratados, y las sensaciones que le aplacan entre sus manos emplumadas y repletas de pupilas; a continuación, y con pocas excepciones, se nutre de la artesanía de otros literatos que conformarán su molde para desentrañar las vibraciones de su arroyo; después, presa de un ensimismamiento irreprimible, repasa la naturaleza que ha florecido involuntariamente en su jardín y, por último, transforma su exuberancia en un lenguaje irrevocablemente humano. O tal vez no. 

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